Pude vivir… “a mi manera” Le encantaba pasearse con gángsters y utilizó a todos los que le rodeaban

Expira el año 42. Fran­cis Albert Sinatra, un italoamericano hue­sudo de 27 años, por­te atildado, ojos azu­les de fuego, orejas prominentes y perfecta dicción de barítono, des­embarca por vez primera en el Pa­ramount Theatre de Manhattan.

El chaval católico de Hoboken, en la orilla de New Jersey del Hud­son, cuyo padrino es el mafioso genovés Willie Moretti -buen ami­go de su familia- no es todavía una estrella. Pero faltan solo unas horas para que comience a serlo. El promotor, coleguilla y mentor de Frankie, el astuto George B. Evans, se ha encargado de caldear el concierto de este 30 de diciem­bre. Ha regalado entradas para que el aforo luzca bien completo y ha untado con billetes de cinco dólares a algunas bobby-soxers, apodo de las fans adolescentes de Sinatra, para que finjan desmayos de emoción ante su presencia.

Las tretas de márketing y la in­negable valía del joven portento funcionan. El concierto da que ha­blar. Al año siguiente, Sinatra firma un contrato discográfico con Co­lumbia y otro con la productora de cine RKO. El 12 de octubre de 1944 cuelga por tres días el cartel de sold out en ese mismo teatro Paramount. Treinta mil fans sin entrada se agol­pan en las calles. Incluso se registra una gran trifulca en Times Square con admiradores que quieren acce­der al concierto por la fuerza. Sina

tra, ahora «La Voz», es el dios de la América joven, un nuevo e in­menso mercado para la industria musical.

Luz y diversión

El único hijo de Marty -un bom­bero y boxeador ocasional llega­do de Sicilia- y Dolly -una chis­peante activista demócrata y partera abortista- ha inventado el fenómeno de las fans. El chi­co empieza a mostrar al mundo lo que aprendió cantando al son del piano mecánico de una ta­berna de postizo nombre irlan­dés que regentaban sus padres en días de la Ley Seca. Sinatra ofrece luz y diversión para una América alicaída por la II Gue­rra Mundial, de la que él se ha librado al no superar el test psí­quico (aunque eso no vende, así que se oculta y la versión oficial es que ha sido por la perforación de tímpano que sufrió en su par­to, el de un enorme bebé de 6,1 kilos, que salió con tirones de fórceps que le dejaron cicatrices faciales perennes).

Pero las modas van cambian­do. Y además, Frank comienza a cometer errores. En 1946 toda­vía es la sensación. Trabaja aloca­damente -se sube al escenario 45 veces por semana y gana 93.000 dólares semanales-, pero se equi­voca al acudir a una conferencia de mafiosos en La Habana, lo que tizna su prestigio.

Terremoto Ava Gardner

En 1949, un terremoto emocional sa­cude su vida de presunto marido ejem­plar, padre de tres hijos con su «novia de toda la vida», su esposa italiana Nan­cy Barbato. Ese seísmo se llama Ava Gardner, una actriz siete años más jo­ven y apodada «el animal más bello del mundo». «Fíjate en ella, porque va a ser mi mujer», le confiesa Frank a un ami­gote la primera noche que la vislumbra. Comienza un amor turbulento, imposi­ble por la incompatibilidad de dos ca­racteres afilados, pero probablemente muy real. En enero de 1990, cuando agonizaba en un hospital de Londres, Ava solo tenía una foto en la mesilla de su habitación: una vieja imagen su­ya junto a Frank. Él lloró al conocer su muerte, salmodiando que «debería ha­ber estado allí con ella».

Sin duda 1950 es el annus horribi­lis de la vida de Sinatra. Embarcado en su relación adúltera con Ava Gard­ner, el 14 de febrero, Día de San Va­lentín, anuncia a su mujer que quiere divorciarse. Nancy Barbato lo abofe­tea. En abril de ese año, Sinatra tie­ne comprometidas cinco noches en el Copa Club de Nueva York. Pero se ve forzado a suspender por una hemo­rragia en la submucosa de la gargan­ta, que dejará secuelas permanentes en la voz más famosa del mundo. Su arreglista Nelson Riddle siempre sos­tuvo que la lesión fue el fruto induda­ble de su enorme estrés emocional. Su exmujer le reclama en el acuer­do de divorcio un pago de 2.750 dó­lares al mes. Sinatra, artísticamente de capa caída, acaba pidiendo a Ava un préstamo de 19.000 dólares para hacer frente a sus compromisos. Ella pagará también la luna de miel de su efímero matrimonio, sellado el 7 de noviembre de 1951.

A la crisis personal se suma la pro­fesional. Concluida la guerra, los gus­tos han mudado. Sinatra empieza a ser considerado material antiguo. Ya no marca el signo de los tiempos. Se ve rechazado por Hollywood e inicia sus residencias en los casinos de Las Vegas para intentar llenar el bolsillo, algo por entonces exótico y decadente. George B. Evans, el publicista que lo hizo gran­de idealizándolo como un joven padre de familia ejemplar, «el chico de la puer­ta de al lado», muere de un infarto con solo 48 años. Frank, ahora adúltero, an­ticuado y con amistades mafiosas co­mo Sam Giancana, ya no gusta. Es inca­paz de llenar las salas de conciertos de Nueva York. A veces los pinchazos son enormemente dolorosos: en el Chez Pa­ree de Chicago solo logra atraer a 150 personas en un aforo de 1.500. La caída se completa en 1952, cuando lo despi­den de Columbia y de la MGM. Las dis­cográficas y Hollywood ya no creen en él. Sinatra está acabado.

O tal vez no...

El matrimonio con Ava es un imposi­ble. Sinatra simula un par de suicidios por amor, uno con pastillas y otro con un hornillo de gas. Solo cuatro meses antes de divorciarse, la persigue rabio­so y derrotado por un Madrid donde ella lo traiciona con toreros en largas noches de farra. Pero aún así, ella será su tabla de salvación. En su apogeo co­mo diosa del cine, Ava intercede para que lo incluyan en el reparto de la pe­lícula De aquí a la eternidad. El direc­tor Fred Zinnemann accede. Sinatra encarna al soldado Maggie, duro y frá­gil, de escuela de barrio, chuleta y vul­nerable a un tiempo. Borda el rol, pues tiene mucho de él mismo, y logra el Os­car al mejor actor secundario. El pú­blico vuelve a acordarse del Viejo Ojos Azules. Ha comenzado la mayor opera­ción retorno de un artista en la historia de EE.UU.

Melómano

Sinatra no sabía leer música y te­nía un tímpano dañado. Pero era un melómano que adoraba el ja­zz y la música clásica (su composi­tor de cabecera era el inglés Ralph Vaughan Williams). Su oído resul­taba infalible, capaz de identificar quién había tocado una nota equi­vocada en una orquesta de más de medio centenar de músicos. «Sina­tra es un perfeccionista», resumió su arreglista de leyenda, Nelson Riddle, quien definió así su arte: «No es solo su intuición musical. Es su tempo, su fraseo... configura las canciones de un modo sorpren­dentemente acertado. ¡Su gusto es tan impecable! No hay otro que se le aproxime».

El 13 de marzo de 1952, Frank firma un contrato con Capi­tol Records, que lo recupera de for­ma cauta, por un año en principio y sin anticipo alguno. Está a punto de comenzar su fase imperial. Sina­tra bucea en su piscina para ganar potencia pulmonar. Estudia a con­ciencia el arte dolorido de Billie Ho­liday. Dota a su voz de una nueva hondura y, sobre todo, cambia su personaje. Ahora es un trovador re­flexivo y desengañado. Las cicatri­ces de su relación con Ava Gardner le han enseñado a expresar el des­amor. Se abre más al jazz y se con­vierte en el rey del swing, con dis­cos sofisticados y de ambiciones conceptuales. Inventa el «tierno ti­po duro». Se convierte en una suer­te de icono de masculinidad cos­mopolita para una América adulta, paralela a la joven que está des­cubriendo el rock (que él siempre detestó). Interpreta haciendo ga­la de una nueva autoridad, y com­pleta su puesta en escena con un bourbon, un cigarro y un sombre­ro. Su maravillosa versión del «I’ve got you under my skin», una pieza menor del catálogo de Cole Por­ter hasta que él la retomó, sintetiza todos sus poderes.

Sinatra empalma un álbum mí­tico tras otro. Vuelven los núme­ros uno y en 1959 gana su primer Grammy al mejor disco del año con Come dance with me!, que permancerá 140 semanas en los charts. Pero el nuevo Frank quiere más. Demanda el control de su ca­rrera y exige a Capitol la propiedad de los másteres de sus grabacio­nes y más libertad creativa. Se en­zarzan en un pleito y Sinatra aca­ba hartándose y funda su propio sello discográfico, Reprise, nom­bre que explica diciendo que «se­rán discos tan buenos que la gen­te querrá repetirlos una y otra vez» (aunque otros dicen que el nom­bre alude a su represalia -reprisal en inglés- contra Capitol). Con Re­prise cumplirá sueños como grabar con colosos del jazz como Count Basie y Duke Ellington. Se atre­verá con la bossa mano a mano con Tom Jobim (con La Voz obliga­da a susurrar para adaptarse al gé­nero). Logrará competir con éxito en el mercado pop con Strangers in the night, de 1966, y «Something stupid», su éxito con su hija Tina del año siguiente.

Sueño efímero

Pero Reprise, de cuya primera gra­bación se cumplen 60 años, es un sueño caro y efímero para el can­tante. Sinatra funda su compañía cuando todavía le quedan dos dis­cos de contrato con Capitol, que inunda el mercado de grabacio­nes de La Voz, hasta el punto de que el público ya no acierta a dis­tinguir entre las novedades de Re­prise, las de Capitol y las reedicio­nes. En 1963, Sinatra acepta una oferta de Warner por dos tercios de sus acciones en la compañía, a cambio de un asiento en su conse­jo de administración y un botín de muchísimo dinero. La nueva Re­prise se abrirá al rock y fichará a Neil Young, Hendrix, Joni Mitchell, Gram Parsons... En 1976, Warner desactiva el sello que fundara Sina­tra. Pero él y Neil Young, los últi­mos románticos, exigen seguir gra­bando excepcionalmente bajo el viejo logo.

La aventura de Sinatra conti­nuará hasta la caída del telón en Los Ángeles en mayo de 1998, derrotado por un cáncer de veji­ga y un infarto. Atrás quedan 59 álbumes, 297 singles y 58 pelícu­las. Cincuenta y cuatro años de carrera que construyeron al me­jor cantante ligero de la historia.

Un ser humano contradictorio

Ora cortante y colérico, ora ge­nerosísimo y cordial filántro­po. Defensor a carta cabal de los derechos de los negros y los judíos y capaz de humoradas impresentables a costa de su protegido Sammy Davis Jr. Fer­voroso demócrata en su juven­tud y financiador de Nixon y Reagan en su madurez. Amigo de mafiosos y de presidentes. Capaz de hacer magia con la to­nada más anodina hasta llevar­nos a volar con él.